
Consultar podría ser una salida
Eterno malentendido
Dos hablan y deshablan en los pasillos de un lenguaje que va poniendo esclusas a las salidas de emergencia. Y en sus esfuerzos por decir lo que se quiere, cuanto más se diga, menos se consigue dar un nombre a lo buscado. Si decimos lo esperable, la eficacia nos dirá que se ha dado una interlocución más o menos exitosa.
Reclamar haber sido comprendidos en lo que creímos haber dicho es la pretensión de los hablantes, fatídica pretensión que nos revela en soledad. Perseguimos esa palabra que denota un sentido difuso, por el castigo de no entender del todo qué se dice cuando hablamos. Y hablamos para el otro y desde el otro, pero lo dicho no es un acto de fe ni una garantía para decir lo que buscamos, sino un anhelo o la poderosa ilusión de ser comprendidos en aquello que vamos enunciando. Alguien dijo poder adivinar que el otro deseaba alguna cosa, y descuenta lo que ocurre en ese turbio deseo que sospecha.
Sin embargo, la ventura de lo dicho como acierto apacigua la tragedia de no hallarnos nunca en la palabra justa que exprese la verdad. "He creído que querías decir esto", dirá alguno. ¿Dónde estarán las intenciones del decir lo que nunca pareciera decirse para el otro?.
Un hombre habla y se despoja de lo que no sabe o no quiere demostrar. La mujer sólo lo observa. Se arriman, se repelen, huelen a fría tosudez en una cruzada de precarios intentos y rebusques.
"Dijo que dije", vuelve a aseverar. Toda la nostalgia, entonces, dará su zarpazo a la nueva decepción. "Ay, antes nos comprendíamos enseguida", asegura ella. Pero antes no había un antes, solamente sonidos en las sobras comibles de un plato recién hecho, un amanecer sin escampar porque no hacía falta comprender.
"Dijiste que dije", se obstina él, y el próximo sordo cuenta los cadáveres de sentido en ambas filas. Y será otra vez el malentendido, el obstinado "dijo que dije". Su versión es el pasaje por lecturas inconclusas y un siempre decirnos en la tregua.
Deseos que se achatan en subtextos y decenas de epístolas coladas por el círculo de la taza de café. Es una murga de aquello que fue dicho y ya no habla. Y de decir tanto, no diremos lo que falta para llenar ese vaciado de lo que nunca nos diremos.


En ritmos neoliberales las relaciones amorosas se consumen en sí mismas. Vínculos superfluos, temerosos, inconstantes, atravesados por una seducción histérica que sólo se detiene en las alambradas del otro, contempla y se marcha tras el rastro de un deseo que no cunde.
Seducción que no alcanza con ser esa muerte del objeto y su renacimiento como ilusión. Las histerias en varones y mujeres, indistintamente, improductivas, tediosas, displicentes. No hay adentro ni intimidad cálida sino merodeos aterrados por la ternura y el cuidado.
La cansina fluidez de los lazos liquidándose en amores eventuales, inconsistentes. Vaivenes en lo difuso de un presente que pretende ser fugacidad atrapada sin respetar la alteridad en sus esperas. Pareciera que se usa al otro para alimentar el narcisismo pero nunca para responsabilizarse de su estar expectante de la esperanza de ser correspondido. Impunidad de la histeria como moneda corriente.
El deseo se dispara en mercancías afectuosas, un valor de uso y de cambio, la algarabía de lo banal. Esa legalidad del mercado es el temor, el compromiso suspendido, la jugada retenida, los ambages y el refugio en uno mismo.
Todo se resume y se facilita pero desde afuera, en las distancias de las cápsulas virtuales que entibian los contactos humanos; no hay mordedura ni pasiones construídas sino alertas detrás de las ventanas del abismo individual.
​